El hecho es que ahora ni siquiera sabemos con mucha certeza si durará la tierra... Bien pudiera ser que volara toda por el espacio, insignificante escupitajo sideral, de vuelta al caos.
Pero, aunque esta catástrofe no llegara a ocurrir, está desapareciendo debajo de nuestros pies la tierra que amamos, esta capa sensible de minerales y bacterias, hecha con el sudor humano y con hojas milenarias; este migajón germinativo donde crecen la hierba y los árboles con sus ramas, sus flores y sus frutos, este manto delgado que nutrió a nuestros abuelos, a sus crías y rebaños. Esta piel del planeta que nos fue dada para administrarla con amor, está esterilizándose. La aridez, la ignorancia, la incuria, todos los males del alma empobrecen la tierra y la destruyen.
La tierra está enferma de nuestra alma". Honestamente, cuesta escribir una columna optimista acerca de las modificaciones humanas al entorno que habitamos cuando uno lee la Defensa de la Tierra, escrito por Luis Oyarzún hace 50 años. Cambie usted la palabra "tierra" del párrafo anterior por dunas, bosques (de Copiapó, Valdivia, Llanquihue, Angol, Malalcahuello o Malleco), tamarugales, palmares o, simplemente, faldeos cordilleranos. Cuesta ser optimista al ver que la opinión pública escucha masivamente reportajes mediocres que usan el cambio climático para explicar el impacto de las recientes lluvias en ecosistemas frágiles de alto valor natural. Cuesta ser optimista cuando por décadas hemos sabido que el meollo del asunto está en la falta de educación acerca de nuestro entorno, y en la consecuente incapacidad que tenemos de observarlo, conocerlo y apreciarlo. (...)